Una zanahoria. Una simple zanahoria cambió mi vida por completo. Recuerdo perfectamente que era una tarde del mes de abril, de esas en las que uno abre la nevera buscando algo sano para picar. Para una vez que no buscaba un trozo de pastel o una bolsa de patatas…
Pues bien, vi una zanahoria enorme, bien naranja, y pensé: “Perfecto, algo muy natural y que no engorda”. La lavé, le quité la punta y, con toda confianza, le di un mordisco fuerte. Un pedazo de mordisco. El sonido no fue el esperado. En lugar de un “crac, escuché un chasquido extraño. Sentí un dolor agudo y, en ese mismo instante, me di cuenta de que algo no iba bien. Cuando pasé la lengua, descubrí que un pedazo de mi diente se había roto. Tremendo y una sensación lamentable.
Me quedé un rato en silencio, con ganas de llorar y entre sorprendido y asustado. No era solo la molestia, era también la vergüenza: ¿cómo le explicas a alguien que una zanahoria ha acabado con tu sonrisa. Pues nada, solo tuve que llamar a un dentista.
Ahí fue donde conocí al doctor que, con el tiempo, iba a convertirse en alguien mucho más importante de lo que imaginaba. Recuerdo la primera vez que entré en la consulta de la clínica Mesiodens. Yo iba nervioso, porque nunca me llevé bien con los sillones reclinados ni con el ruido de las herramientas. Y encima vi alguna película y serie donde el dentista le pintaban como algo como el anticristo. “No te preocupes, esto tiene solución, y además mejor que antes”, me dijo.
Y no exageraba. Con una paciencia infinita me explicó qué había pasado, cómo iba a repararlo y qué podía hacer para cuidar mejor mis dientes. Mientras trabajaba, me di cuenta de que no solo arreglaba un diente, sino que tenía un talento especial para calmar a la gente. Cada movimiento era seguro, casi artístico.
Al terminar, me dio un espejo y vi el resultado, parecía que nunca hubiera pasado nada. Desde ese día, dejé de ver a los dentistas como personas que solo quitan dolores; para mí, él se convirtió en una especie de artista de las sonrisas.
Y pasaron los años
Con el paso de los años, nuestra relación fue más allá de las citas de control. Empezamos a charlar de la vida, de la familia, de los pequeños detalles que nos hacen sentir humanos. Llegó un momento en que sentía que lo conocía tanto como a un amigo de toda la vida. Tanto fue así, que cuando nació mi hijo, mi mujer y yo lo elegimos como padrino. Él aceptó con una emoción que todavía me emociona al recordarlo. Nunca pensé que aquel mordisco torpe a una zanahoria acabaría uniéndonos de una forma tan profunda.
Claro, después de esa experiencia empecé a poner más atención a lo que como y a cómo trato mis dientes. Porque, aunque la zanahoria fue la culpable aquella vez, lo cierto es que hay alimentos mucho peores para la salud dental. Por ejemplo, los refrescos azucarados: cada sorbo es un ataque de ácido que desgasta el esmalte. También los caramelos duros o pegajosos, que no solo pueden romper un diente como me pasó a mí, sino que además se quedan pegados entre las muelas durante horas, alimentando a las bacterias.
Otro enemigo silencioso es el pan blanco o los snacks muy procesados, porque aunque no lo parezca, se convierten en azúcares que atacan a la boca. Y ni hablar del exceso de café o vino tinto: no duelen, pero manchan los dientes poco a poco.
Consejos
Mi dentista, que además es ahora mi amigo de los de siempre, siempre me dio consejos sencillos que trato de seguir:
-No abusar de los azúcares, sobre todo entre comidas.
-Cepillarme los dientes al menos dos veces al día y usar hilo dental, aunque dé pereza.
-Tomar bastante agua, porque ayuda a limpiar la boca y mantener la saliva, que es la defensa natural contra las bacterias.
– Y algo que me repite mucho: visitar al dentista no solo cuando duele, sino también para prevenir.
Hoy, cuando miro atrás, sonrío. Sí, todo empezó con un accidente ridículo, con una zanahoria más dura de lo normal. La verdad es que nunca pensé que ese diente me iba a traer tantos buenos momentos. A veces pienso que la vida tiene formas curiosas de darnos regalos escondidos. En mi caso, me rompí un diente… y gané un amigo de verdad.